miércoles, 9 de octubre de 2013

Por un nuevo Estatuto del Empleado Público


Todo aquel que desempeña funciones retribuidas en las Administraciones públicas al servicio de los intereses generales es empleado público, y como tal le resulta de aplicación el Estatuto Básico del Empleado Público aprobado en 2007. Así, tanto funcionarios de carrera y funcionarios interinos como personal laboral, eventual o directivo son empleados públicos.

Cuando decimos que la relación de trabajo de los funcionarios públicos es estatutaria, sin embargo, no nos estamos refiriendo al hecho de que se les aplique dicho Estatuto -u otras normas de mismo título, como el Estatuto Marco del Personal Sanitario, aprobado por Ley 55/2003-. Al personal laboral, de hecho, también se les aplica otro Estatuto, el de los Trabajadores, no obstante lo cual su relación de trabajo no es, en jerga administrativista, estatutaria.

Estatutaria, como explicaba el recientemente fallecido maestro García de Enterría, es sólo la relación de trabajo de los funcionarios públicos, porque su “status”, valga la redundancia, viene definido por las leyes (estatuta, en Derecho Romano), y no por acuerdos de voluntad, como es el caso del personal laboral.

Efectivamente, el núcleo de la regulación aplicable a un empleado público laboral es su contrato de trabajo y su convenio colectivo aplicable, acuerdos en definitiva, por más que también se les aplique una normativa general de protección de los trabajadores y otra sectorial por razón del ámbito en el que desempeñan sus funciones, el público. Y así, tanto sus condiciones de trabajo como su eventual modificación, con matices aunque en esencia vienen determinadas por lo que libremente acuerden con su empleador, que en su caso es la Administración pública.

El caso de los funcionarios públicos, como decimos los únicos con relación estatutaria, es completamente distinto porque, una vez aceptado el estatus funcionarial y sus garantías mediante la toma de posesión de su plaza, se someten completamente a la regulación que de sus condiciones de trabajo, derechos y obligaciones haga la Administración, no pudiendo oponerse a la misma más que si ésta infringiera las leyes.

Entender esta diferencia y sus implicaciones es fundamental porque de ella derivan las ventajas y desventajas que tiene ocupar una posición u otra, sin que se pueden acumular las ventajas (posición negociadora y estabilidad) y desprenderse de las desventajas (inestabilidad y sometimiento) de cada una. Esta diferencia explica, por ejemplo, porque la Administración puede unilateralmente imponer reducción de salarios a funcionarios pero no a laborales, y desprenderse de laborales pero no de funcionarios.

Pues bien, aunque el esquema ideal del sistema parece claro, dos elementos vienen a desdibujarlo, introduciendo disfunciones que están en la raíz de la mayoría de los conflictos entre empleados públicos y administraciones públicas: la singular posición de la Administración pública como empleador, en primer lugar, y la desproporcionada generalización del estatus funcionarial, en el segundo.

Que la Administración pública no puede ser el empresario empleador en que está pensando la normativa laboral es evidente. No goza de la libertad de éste al no arriesgar su propio capital y al servir intereses generales. Y por lo tanto su régimen jurídico en materia laboral, el conjunto de sus derechos y obligaciones como empleador frente a sus trabajadores, tampoco puede ser el mismo. Pretender que lo sea, tanto por unos como por otros, es empeñarse en un absurdo frustrante para todos.

Y del mismo modo, quizá fuera hora de replantearse si las razones que justifican un estatus funcionarial, el binomio imparcialidad/independencia, concurren en todos los casos en que esté se garantiza actualmente. Porque da la impresión hoy en día de que la decisión sobre si una plaza se ha de ofertar como de carrera o como laboral más depende de las restricciones presupuestarias que de las funciones que se han de desempeñar, cuando de hecho, si una plaza puede ser ocupada por un contratado laboral es obvio que no necesita serlo por un funcionario, y a la inversa, si una plaza debe ser ocupada por un funcionario no puede serlo por un contratado. Por distintas razones, unas más legítimas que otras, desde los orígenes del sistema se ha fomentado la funcionarización, y sólo ahora, y por las razones incorrectas, una parte pretende invertir la tendencia en otra derivada más de de la famosa “huida del derecho administrativo”. Pero ni una cosa ni la otra se ajusta a la configuración constitucional del sistema.

La solución para ambos problemas, a nuestro juicio, no puede provenir más que de un nuevo, omnicomprensivo e integrador marco jurídico para el empleo público, autónomo del Derecho Laboral por la posición que ocupa el “empleador”, y racional en la fijación de las garantías, derechos y deberes de cada una de las categorías de empleados públicos. Un nuevo marco basado en los fundamentos del mejor Derecho Administrativo, funcional y eficiente a la par que objetivo y ético. Un nuevo marco que detenga definitivamente seculares inercias bastardas y modernice de una vez por todas nuestras administraciones.