Todo aquel que desempeña
funciones retribuidas en las Administraciones públicas al servicio
de los intereses generales es empleado público, y como tal le
resulta de aplicación el Estatuto Básico del Empleado Público
aprobado en 2007. Así, tanto funcionarios de carrera y funcionarios
interinos como personal laboral, eventual o directivo son empleados
públicos.
Cuando decimos que la
relación de trabajo de los funcionarios públicos es estatutaria,
sin embargo, no nos estamos refiriendo al hecho de que se les aplique
dicho Estatuto -u otras normas de mismo título, como el Estatuto
Marco del Personal Sanitario, aprobado por Ley 55/2003-. Al personal
laboral, de hecho, también se les aplica otro Estatuto, el de los
Trabajadores, no obstante lo cual su relación de trabajo no es, en
jerga administrativista, estatutaria.
Estatutaria, como
explicaba el recientemente fallecido maestro García de Enterría, es
sólo la relación de trabajo de los funcionarios públicos, porque
su “status”, valga la redundancia, viene definido por las leyes
(estatuta, en Derecho Romano), y no por acuerdos de voluntad,
como es el caso del personal laboral.
Efectivamente, el núcleo
de la regulación aplicable a un empleado público laboral es su
contrato de trabajo y su convenio colectivo aplicable, acuerdos en
definitiva, por más que también se les aplique una normativa
general de protección de los trabajadores y otra sectorial por razón
del ámbito en el que desempeñan sus funciones, el público. Y así,
tanto sus condiciones de trabajo como su eventual modificación, con
matices aunque en esencia vienen determinadas por lo que libremente
acuerden con su empleador, que en su caso es la Administración
pública.
El caso de los
funcionarios públicos, como decimos los únicos con relación
estatutaria, es completamente distinto porque, una vez aceptado el
estatus funcionarial y sus garantías mediante la toma de posesión
de su plaza, se someten completamente a la regulación que de sus
condiciones de trabajo, derechos y obligaciones haga la
Administración, no pudiendo oponerse a la misma más que si ésta
infringiera las leyes.
Entender esta diferencia
y sus implicaciones es fundamental porque de ella derivan las
ventajas y desventajas que tiene ocupar una posición u otra, sin que
se pueden acumular las ventajas (posición negociadora y estabilidad)
y desprenderse de las desventajas (inestabilidad y sometimiento) de
cada una. Esta diferencia explica, por ejemplo, porque la
Administración puede unilateralmente imponer reducción de salarios
a funcionarios pero no a laborales, y desprenderse de laborales pero
no de funcionarios.
Pues bien, aunque el
esquema ideal del sistema parece claro, dos elementos vienen a
desdibujarlo, introduciendo disfunciones que están en la raíz de la
mayoría de los conflictos entre empleados públicos y
administraciones públicas: la singular posición de la
Administración pública como empleador, en primer lugar, y la
desproporcionada generalización del estatus funcionarial, en el
segundo.
Que la Administración
pública no puede ser el empresario empleador en que está pensando
la normativa laboral es evidente. No goza de la libertad de éste al
no arriesgar su propio capital y al servir intereses generales. Y por
lo tanto su régimen jurídico en materia laboral, el conjunto de sus
derechos y obligaciones como empleador frente a sus trabajadores,
tampoco puede ser el mismo. Pretender que lo sea, tanto por unos como
por otros, es empeñarse en un absurdo frustrante para todos.
Y del mismo modo, quizá
fuera hora de replantearse si las razones que justifican un estatus
funcionarial, el binomio imparcialidad/independencia, concurren en
todos los casos en que esté se garantiza actualmente. Porque da la
impresión hoy en día de que la decisión sobre si una plaza se ha
de ofertar como de carrera o como laboral más depende de las
restricciones presupuestarias que de las funciones que se han de
desempeñar, cuando de hecho, si una plaza puede ser ocupada por un
contratado laboral es obvio que no necesita serlo por un funcionario,
y a la inversa, si una plaza debe ser ocupada por un funcionario no
puede serlo por un contratado. Por distintas razones, unas más
legítimas que otras, desde los orígenes del sistema se ha fomentado
la funcionarización, y sólo ahora, y por las razones incorrectas,
una parte pretende invertir la tendencia en otra derivada más de de
la famosa “huida del derecho administrativo”. Pero ni una cosa ni
la otra se ajusta a la configuración constitucional del sistema.
La solución para ambos
problemas, a nuestro juicio, no puede provenir más que de un nuevo,
omnicomprensivo e integrador marco jurídico para el empleo público,
autónomo del Derecho Laboral por la posición que ocupa el
“empleador”, y racional en la fijación de las garantías,
derechos y deberes de cada una de las categorías de empleados
públicos. Un nuevo marco basado en los fundamentos del mejor Derecho
Administrativo, funcional y eficiente a la par que objetivo y ético.
Un nuevo marco que detenga definitivamente seculares inercias
bastardas y modernice de una vez por todas nuestras administraciones.
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