viernes, 25 de abril de 2014

Presunción de veracidad y procedimiento sancionador


Uno de los principales escollos con que se encuentran los ciudadanos a la hora de reaccionar frente a una sanción administrativa es la conocida presunción de veracidad que juega a favor de las manifestaciones de los agentes de la autoridad. De hecho, son muchos los sancionados que renuncian a cualquier tipo de acción impugnatoria convencidos de que tal escollo es insalvable.

Conviene destacar sin embargo que este privilegio no es absoluto, y que el régimen legal de la presunción, tanto en su plasmación normativa como en su interpretación jurisprudencial, establece límites al mismo.

Dicho régimen, con carácter general para cualquier procedimiento administrativo sancionador, se encuentra recogido en el art. 137.3 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen jurídico de las Administraciones públicas y Procedimiento administrativo común (en adelante, LRJ-PAC), de conformidad con el cual <<Los hechos constatados por funcionarios a los que se reconoce la condición de autoridad, y que se formalicen en documento público observando los requisitos legales pertinentes, tendrán valor probatorio sin perjuicio de las pruebas que en defensa de los respectivos derechos o intereses puedan señalar o aportar los propios administrados.>>. En similares términos se expresa el art. 17.5 del Reglamento para el ejercicio de la potestad sancionadora (RD 1398/1993), y muchas otras normas sectoriales, como el art. 37 de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, el art. 107 de la Ley General Tributaria, el art. 75 del Texto Refundido de la Ley de Tráfico, o el art. 15 del Reglamento sancionador en materia de Trabajo.

Los tres elementos claves que se deducen de esta regulación son los siguientes, por tanto:

1.- Los sujetos privilegiados son únicamente los funcionarios que tengan la condición de autoridad pública; esto es, ni todos los empleados públicos ni todos los funcionarios.

2.- El objeto privilegiado son los hechos constatados por los propios funcionarios; esto es, no sus opiniones ni el conocimiento indirecto que puedan tener sobre los hechos.

3.- El privilegio se configura como una presunción iuris tantum, no como una prueba plena, y por tanto puede ser desvirtuada mediante prueba en contrario; es decir, los ciudadanos pueden rebatir lo manifestado por los funcionarios.

La jurisprudencia constitucional, que enjuicia en supuestos de conflicto entre la presunción de inocencia del sancionado y la presunción de veracidad de las actas sancionadoras, insiste precisamente en estos dos últimos elementos, cuando señala que el <<valor probatorio de los hechos reflejados en el atestado sólo puede referirse a los hechos comprobados directamente por el funcionario actuante, quedando fuera de su alcance las calificaciones jurídicas, los juicios de valor o las simples opiniones que los funcionarios a los que se reconoce la condición de autoridad consignen en sus denuncias y atestados.>>, y que <<los atestados incorporados al expediente sancionador [...] no gozan de mayor relevancia que los demás medios de prueba admitidos en Derecho y, por ello, ni han de prevalecer necesariamente frente a otras pruebas que conduzcan a conclusiones distintas, ni pueden impedir que el órgano judicial forme su convicción sobre la base de una valoración o apreciación razonada del conjunto de las pruebas practicadas>> (por todas, STC 70/2012, de 16 de abril).

Como vemos, pues, la presunción de veracidad no supone un obstáculo insalvable para reaccionar contra una sanción administrativa. Si el ciudadano niega los hechos alegados en su contra, obliga a los funcionarios a ratificarse en sus manifestaciones, y si además aporta cualquier indicio de prueba en contrario, éste se tomará en consideración con el mismo valor probatorio que ellas.

Por todo ello, si considera que ha sido sancionado injustamente, no lo dude y póngase en contacto con un profesional. Sólo así evitará nuevos abusos de la Administración frente a Usted, pero también frente al resto de sus conciudadanos.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Por un nuevo Estatuto del Empleado Público


Todo aquel que desempeña funciones retribuidas en las Administraciones públicas al servicio de los intereses generales es empleado público, y como tal le resulta de aplicación el Estatuto Básico del Empleado Público aprobado en 2007. Así, tanto funcionarios de carrera y funcionarios interinos como personal laboral, eventual o directivo son empleados públicos.

Cuando decimos que la relación de trabajo de los funcionarios públicos es estatutaria, sin embargo, no nos estamos refiriendo al hecho de que se les aplique dicho Estatuto -u otras normas de mismo título, como el Estatuto Marco del Personal Sanitario, aprobado por Ley 55/2003-. Al personal laboral, de hecho, también se les aplica otro Estatuto, el de los Trabajadores, no obstante lo cual su relación de trabajo no es, en jerga administrativista, estatutaria.

Estatutaria, como explicaba el recientemente fallecido maestro García de Enterría, es sólo la relación de trabajo de los funcionarios públicos, porque su “status”, valga la redundancia, viene definido por las leyes (estatuta, en Derecho Romano), y no por acuerdos de voluntad, como es el caso del personal laboral.

Efectivamente, el núcleo de la regulación aplicable a un empleado público laboral es su contrato de trabajo y su convenio colectivo aplicable, acuerdos en definitiva, por más que también se les aplique una normativa general de protección de los trabajadores y otra sectorial por razón del ámbito en el que desempeñan sus funciones, el público. Y así, tanto sus condiciones de trabajo como su eventual modificación, con matices aunque en esencia vienen determinadas por lo que libremente acuerden con su empleador, que en su caso es la Administración pública.

El caso de los funcionarios públicos, como decimos los únicos con relación estatutaria, es completamente distinto porque, una vez aceptado el estatus funcionarial y sus garantías mediante la toma de posesión de su plaza, se someten completamente a la regulación que de sus condiciones de trabajo, derechos y obligaciones haga la Administración, no pudiendo oponerse a la misma más que si ésta infringiera las leyes.

Entender esta diferencia y sus implicaciones es fundamental porque de ella derivan las ventajas y desventajas que tiene ocupar una posición u otra, sin que se pueden acumular las ventajas (posición negociadora y estabilidad) y desprenderse de las desventajas (inestabilidad y sometimiento) de cada una. Esta diferencia explica, por ejemplo, porque la Administración puede unilateralmente imponer reducción de salarios a funcionarios pero no a laborales, y desprenderse de laborales pero no de funcionarios.

Pues bien, aunque el esquema ideal del sistema parece claro, dos elementos vienen a desdibujarlo, introduciendo disfunciones que están en la raíz de la mayoría de los conflictos entre empleados públicos y administraciones públicas: la singular posición de la Administración pública como empleador, en primer lugar, y la desproporcionada generalización del estatus funcionarial, en el segundo.

Que la Administración pública no puede ser el empresario empleador en que está pensando la normativa laboral es evidente. No goza de la libertad de éste al no arriesgar su propio capital y al servir intereses generales. Y por lo tanto su régimen jurídico en materia laboral, el conjunto de sus derechos y obligaciones como empleador frente a sus trabajadores, tampoco puede ser el mismo. Pretender que lo sea, tanto por unos como por otros, es empeñarse en un absurdo frustrante para todos.

Y del mismo modo, quizá fuera hora de replantearse si las razones que justifican un estatus funcionarial, el binomio imparcialidad/independencia, concurren en todos los casos en que esté se garantiza actualmente. Porque da la impresión hoy en día de que la decisión sobre si una plaza se ha de ofertar como de carrera o como laboral más depende de las restricciones presupuestarias que de las funciones que se han de desempeñar, cuando de hecho, si una plaza puede ser ocupada por un contratado laboral es obvio que no necesita serlo por un funcionario, y a la inversa, si una plaza debe ser ocupada por un funcionario no puede serlo por un contratado. Por distintas razones, unas más legítimas que otras, desde los orígenes del sistema se ha fomentado la funcionarización, y sólo ahora, y por las razones incorrectas, una parte pretende invertir la tendencia en otra derivada más de de la famosa “huida del derecho administrativo”. Pero ni una cosa ni la otra se ajusta a la configuración constitucional del sistema.

La solución para ambos problemas, a nuestro juicio, no puede provenir más que de un nuevo, omnicomprensivo e integrador marco jurídico para el empleo público, autónomo del Derecho Laboral por la posición que ocupa el “empleador”, y racional en la fijación de las garantías, derechos y deberes de cada una de las categorías de empleados públicos. Un nuevo marco basado en los fundamentos del mejor Derecho Administrativo, funcional y eficiente a la par que objetivo y ético. Un nuevo marco que detenga definitivamente seculares inercias bastardas y modernice de una vez por todas nuestras administraciones.

lunes, 9 de septiembre de 2013

La preclusión de plazos procesales


Una de las cuestiones que más preocupan a los abogados, y que sin embargo menos atención recibe de los potenciales clientes, es la preclusión de plazos procesales, o en palabras menos técnicas, la pérdida de la oportunidad legal de reaccionar frente a una disposición o acto jurídico por el mero transcurso del tiempo.

Y es que nuestro ordenamiento jurídico castiga la pasividad o aquietamiento, asimilándola a la aceptación, mediante los institutos de la caducidad o la prescripción de las acciones legales que no se ejercitan a su debido tiempo.

Este principio es general para todos los órdenes judiciales (art. 1961 Cc, “Las acciones prescriben por el mero lapso del tiempo fijado por la ley.”), pero tiene una traslación específica en el orden contencioso-administrativo (art. 128.1 LJCA, “Los plazos son improrrogables, y una vez transcurridos el Secretario judicial correspondiente tendrá por caducado el derecho y por perdido el trámite que hubiere dejado de utilizarse.”), y su proyección en la regulación del procedimiento administrativo, aunque de forma más dispersa (arts. 47, 76.3, 92, 115, 117 o 118, entre otros de la LRJ-PAC).

Así, por ejemplo, el interesado tiene un mes para interponer un recurso de alzada o de reposición frente a una resolución administrativa (tres, si ésta no es expresa), dos meses para recurrir ante el orden contencioso-administrativo un acto que ponga fin a la vía administrativa (seis, si éste no es expreso), o apenas veinte días para reaccionar frente a una actuación de la Administración manifiestamente ilegal (lo que se conoce como “vía de hecho”).

Todo ello se traduce en que si un particular afectado por una disposición (norma) o acto administrativo no se opone al mismo con cierta urgencia, es posible que ya nunca pueda hacerlo, y deba soportar sus efectos para siempre. Por esto, es fundamental que el ciudadano se informe lo antes posible de sus opciones legales de actuación.

En Lluch Abogados le informamos de sus posibilidades de recurso con la máxima celeridad y al mínimo coste, para que no mermen sus alternativas de reclamación frente a las administraciones públicas y sus derechos sean siempre efectivos.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Los costes de pleitear


Si no el que más, uno de los aspectos más importantes a la hora de decidirse a contratar los servicios de un abogado es el de los honorarios y costes asociados del asunto. A menudo, sin embargo, éstos no llegan nunca a determinarse porque las ideas preconcebidas sobre su elevado importe ya hacen que el potencial usuario descarte acudir a estos profesionales, salvo que el problema legal que le acucia sea muy relevante.

Siendo cierto que en la actualidad, partidas como la de las tasas judiciales pueden hacer poco o nada interesante pleitear, incluso hasta el punto de hacerlo financieramente inasumible, no lo es menos el que el coste final para el cliente de una determinada actuación profesional puede variar mucho, yendo de lo irrisorio a lo muy oneroso, y segundo, que un profesional siempre expondrá a su cliente con carácter previo su opinión sincera sobre si compensa o no económicamente llevar a cabo tal o cual actuación, por lo que siempre resulta interesante informarse.

Para hacernos una idea general, las distintas partidas que pueden integrar la “factura” final de un asunto son:

  • honorarios del abogado
  • honorarios del procurador, en su caso
  • tasas judiciales (tributo que grava el recurso a los órganos judiciales)
  • otros costes del proceso (pruebas de parte, copias y traducciones de documentación, etc.)
  • costas de la parte contraria, en su caso

En el orden contencioso-administrativo, no obstante, hay que tener en cuenta que un determinado asunto puede solventarse directamente sin necesidad de acudir a los tribunales, actuando en vía administrativa mediante la interposición de recursos o reclamaciones extra-judiciales, por lo que sólo habría que hacer frente a los honorarios del abogado. Por otro lado, si se acude definitivamente a los tribunales y se “gana”, todos los costes correrían a cargo de la parte “vencida” (dejando al margen la facultad de los órganos judiciales de limitar la cantidad que ésta debe pagar realmente).

En cuanto a los honorarios de los abogados, la realidad es que existe una completa libertad del profesional y su cliente para fijarlos en el caso concreto -a diferencia de lo que ocurre con los aranceles de los procuradores, que se fijan reglamentariamente-. Los órganos de defensa de la competencia han insistido y continúan insistiendo en que no son admisibles ningún tipo de limitaciones al respecto, como lo fueron en su momento la prohibición estatutaria del pacto de quota litis (fijar los honorarios como un porcentaje del importe obtenido en el pleito), o la práctica de atender de forma quasi-obligatoria a los criterios sobre honorarios que publican los respectivos colegios de abogados. A día de hoy, el abogado y su cliente son libres para pactar cualquier cantidad como retribución por los servicios del primero, utilizando cualesquiera criterios de fijación y métodos de pago.

Así, nos encontramos con que las alternativas de determinación de los honorarios son infinitas (presupuesto cerrado, facturación por horas, tarifa plana), y que las cuantías varían enormemente dependiendo del tipo de despacho al que acudamos (gran despacho, boutique especializada, despacho medio, profesional en solitario). Es más que aconsejable por tanto que, de entre las miles de posibilidades que ofrece un sector sobresaturado como el de los servicios jurídicos en España, el cliente elija un despacho de la estructura y especialización adecuada a su problema. Acudiendo a un gran despacho para un problema menor, el cliente pagará costes de organización que no va a utilizar, mientras que acudiendo a un profesional no especializado, estará sacrificando calidad de asesoramiento en favor de cierto aparente ahorro.

En Lluch Abogados ofrecemos especialización jurídica sin menguar una total flexibilidad a la hora de acordar honorarios y pagos, elaborando con carácter previo y de forma gratuita un borrador de presupuesto ajustado a las características del asunto, para que sea el cliente quien finalmente decida qué cantidad desea asumir y qué opción de pago le resulta más favorable.

Si tiene un problema legal, y cree que no es un particular sino una administración quien está implicada, no deje que las dudas sobre el importe le paralicen: póngase en contacto con nosotros y le informaremos al respecto sin coste alguno.

martes, 3 de septiembre de 2013

El Leviathan administrativo


Cualquier ciudadano, lo sepa o no, desde que se levanta por las mañanas hasta que se acuesta por las noches entra en relación múltiples veces con las administraciones públicas.

No ya las personas sometidas a relaciones de especial sujeción con la Administración, como los internos en instituciones penitenciarias, los pacientes en hospitales públicos, o los alumnos en centros educativos públicos, ni siquiera aquellas relacionadas voluntaria y conscientemente a ella, como los empleados públicos o los contratistas, ni por supuesto los extranjeros, que han de relacionarse con la Administración incluso antes de pisar suelo español, sino CUALQUIER PERSONA se encontrará a lo largo del día en distintas posiciones como titular de derechos u obligaciones frente a la misma.

Pensemos que la administración local, por ejemplo, es la entidad obligada a abastecernos del agua corriente que utilizamos al ducharnos -por más que el servicio se preste a través de una empresa concesionaria en las ciudades-; o que la administración estatal es la competente para sancionarnos si incumplimos las normas de tráfico no urbano al desplazarnos al trabajo; o que la organizadora de ese acto cultural al que acudimos, o la propietaria de esas obras cuyas molestias soportamos, puede ser la administración autonómica.

Es la Administración quien nos cobra impuestos, pero también quien nos presta servicios de uso diario; quien puede autorizarnos para hacer tal o cual cosa (levantar un muro, pescar en un río...), quien nos subvenciona tal o cual actividad (el estudio, el transporte...), y quien nos sanciona por tal o cual conducta (fumar en lugares inadecuados, hacer demasiado ruido...). En definitiva, cuesta pensar en un ámbito cotidiano ordinario en el que no intervenga o pueda intervenir una administración.

Pues bien, todas esas intervenciones administrativas, más o menos evidentes, pueden resultar beneficiosas para el ciudadano, pero también pueden ocasionarle perjuicios. Y a menudo perjuicios contra los que cabe la opción de reaccionar. Un volumen tal de actividad administrativa lleva implícito un considerable número de errores, y un no desdeñable porcentaje de abusos. Errores y abusos frente a los cuales el ciudadano puede reclamar.

Para hacerlo con las mejores garantías de éxito, la asistencia de abogados administrativistas como Lluch Abogados resulta imprescindible. Ellos pueden ayudarle a ubicarse en la confusa maraña normativa en que se mueve la Administración y, como los mejores defensores de sus intereses, hacer valer sus derechos frente a la misma.

Si tiene un problema legal, y cree que no es un particular sino una administración quien está implicada, no lo dude: contacte con un profesional especializado, como Lluch Abogados.